Ocaña ha cambiado tanto que es difícil reconocerla, sino fuera por los monumentos y las casas culturales antiguas que se resisten a caer en pedazos pensaría que estoy en otro lugar.
Las calles de mi municipio
Añoro sus calles tranquilas, aquellas que ahora están inundadas de carros y motocicletas que van a toda prisa sin necesidad. El municipio es pequeño y se puede llegar a su destino en 15 minutos -promediando-, entonces ¿Para qué correr?
Recuerdo esas tardes donde iba a la Biblioteca de la Gran Convención a hacer tareas, aparte de ser un cambio de ambiente uno realmente se concentraba, ahora la distracción es latente a cualquier hora del día los aparatos tecnológicos nos consumen.
Recorrer las calles era descubrir el olor de la cocota proveniente de algún patio trasero de las casas. Lastimosamente por temores infundados las personas han preferido cortarlos, arrancarlos de la tierra y desterrarlos poco a poco del municipio así como los terruños que se han ido a buscar nuevos horizontes para crecer profesionalmente.
Entrando en contexto
Para nadie es un secreto que en Ocaña no hay industria, a pesar que se han creado pequeñas fábricas algunos profesionales prefieren emigrar para mejorar su calidad de vida.
Calidad de vida, esa que antes había, en donde eran comunes los saludos en la calle, los niños jugando y los vecinos platicando. Ahora se escucha un silencio ruidoso ahogado entre el tráfico.
De vez en cuando me volteo a mirar cuando alguien habla con otro en plena vía y se preguntan por los padres, hijos, sobrinos y hasta primos; es ahí cuando recuerdo de nuevo mi infancia cuando acompañaba a mi abuela a comprar telas, al salón de belleza o a las iglesias a pagar promesas.
En ese momento el tiempo no parecía pasar, y la tierra de la ciudad olía a humedad, a clima templado, actualmente nos inunda el humo y la inseguridad. Escucho a la gente quejarse de aquél municipio anteriormente tranquilo y cordial en donde solo queda desconfianza, rapidez e indiferencia.
¿Y la economía qué?
Dicen que en Ocaña no hay plata, que el dinero no está circulando y muchos se preguntan ¿A dónde se ha ido? Ahí es cuando recuerdo las veces que me sentaba en la entrada de mi casa a vender cocotas a los niños que se dirigían al Colegio Milanés, esas que crecían en mi casa y mi abuelo nos bajaba con tanto amor.
Me fue bien en mi emprendimiento, mi hermana y yo teníamos una meta: comprar unos zapatos nuevos que los llamaban "tacos", eran de color azul rey, y aunque al poco tiempo se les abrió un huequito; esa situación me dejo como enseñanza que no debes gastar todo tu dinero en cosas perecederas.
También tuve otros negocios, vendía anillitos en el colegio a $150 pesos, era rápido que se agotaba la mercancia, pero al tiempo descubrí que una de las personas que me los compraba, los revendía por el doble.
Mi abuela me enseño a trabajar duro, recuerdo una vez que hizo dulces arrancamuelas y en vez de comercializarlos entre mis compañeros, decidí llevarlos a las tiendas, me demore poco en entregarlos todos y obtuve el dinero rápido, creo que aprendí de la ocasión con los anillos.
Pero si retrocedo más me doy cuenta que la primera vez como negociante ocurrió en primaria, una vez lleve galletas con figuras de princesas, las vendí una por una, y llegue a casa con muchas monedas, las guardé en un vaso arriba de un escaparate pero fue descubierto por mi familia, después no recuerdo que pasó.
Por eso el que guarda, guarda pesares. Por esa misma razón decidí contar parte de mi infancia en la Ocaña que conocí, y no quedarme con esas historias para mí.
También esta columna de opinión la hice para que ustedes se animen a contar sus historias en "la Ocaña de antes".
Si estás interesado, mándalas al correo: ventas@primernombre.com