Por: Sandra Liliana Oróstegui Durán, Economista (2004),
Mg Sociedades contemporáneas (2007), Mg Filosofía (2011)
Ya conocemos, por las imágenes del gran hermano que nos brindó George Orwell en su famosa novela 1984, que el hipercontrol era la profecía más clara y precisa para la época que se avecinaba. Esta idea, que se extendió a varios escritores norteamericanos como Ray Bradbury y Aldous Huxley, sin olvidar una gran cantidad de realizadores de cine, nos advertían que el mayor riesgo de esta época era quedarnos atrapados en la telaraña invisible, tejida por los poderosos, con el fin de vigilarnos. Por supuesto, quienes llevaron eso a un gran extremo fueron los hermanos Wachowski y su aclamada cinta “The matrix”. Y es que este temor no es propio sólo de gringos de mediados y finales del siglo XX, ya en los albores del mismo el checo Franz Kafka nos veía sometidos a poderes invisibles tal como se puede corroborar en “El proceso”, “El castillo” o el cuento “Ante la ley”.
a visión Kafkiana toma fuerte relevancia desde mediados de siglo porque hay un elemento en la sociedad que inquieta a los observadores más agudos de nuestra época. Se trata de la posibilidad de captar los movimientos de los individuos por medio de cámaras de televisión. Las cámaras se convertirían en el medio más eficaz para vigilar los actos individuales. Bajo esta óptica, la idea fundamental descansa en que hay un grupo de personas cuyo poder es tan grande que alcanza para dominar, de manera definitiva, a todo el resto, a través de un permanente método de vigilancia al que ninguno podría escapar. La muerte sería el destino para quienes lo intentaran.
Ahora bien, si miramos la sociedad en la que nos encontramos pareciera que la fantasía hubiera saltado de las páginas de los libros y de las pantallas de cine para estrellarse con nosotros a cada instante. Sentarse en un parque de la ciudad bonita tan tradicional como el parque San Pío ya no es sólo esparcirse en un momento de ocio sino también ser supervisado por un gran ojo instalado en el centro del mismo. Conducir en la ciudad o fuera de ella, hacer compras en un supermercado o realizar una transacción bancaria significa ser monitoreado de manera evidente -o no- por cientos de cámaras. Ingresar a la universidad pública de la ciudad significa ser monitoreado por un dispositivo que le comprueba si usted es parte del inventario, de no serlo se debe presentar a las autoridades a decir su nombre, su documento de identidad, el motivo y el lugar al cual visita la universidad.
Todos estos son ejemplos simples de una sociedad que poco a poco, en nombre de la seguridad y la paz, ha ido superando los límites de la privacidad individual para convertir, paulatinamente, a nuestra ciudad en una cárcel sin barrotes. La inexistencia de esos barrotes radica en lo que realmente me impresiona de toda esta situación. Ni siquiera la gran capacidad visionaria de los escritores nombrados o de los realizadores de cine omitidos, me pudieron advertir de lo que reposa en el fondo del hipercontrol. Y es que ese hipercontrol no es fruto solamente ni fundamentalmente de la existencia de una clase poderosa que se decide a determinar los destinos de todos los otros. Es más bien la mutua convicción de que solamente el control “nos hará libres”.
Hace pocos días escuchaba en la radio a varios ciudadanos quejándose de los niveles de inseguridad de su barrio y, en consecuencia, pidiendo una mayor presencia de la policía, la instalación de cámaras de seguridad, la implementación de constantes requisas y demás ejercicios de ese tipo. De hecho, ante lo que ocurre en la UIS es muy común escuchar que tanto los miembros de la comunidad, como los que no lo son, justifiquen en gran medida las disposiciones tomadas. Para los paseantes del parque San Pío la cámara los hace sentir aliviados. ¿Será todo esto fruto de un gran poder de manipulación por parte de la clase dominante? Yo lo dudo mucho, pues ellos mismos son los primeros prisioneros de estas celdas. El gran séquito de guardaespaldas y su cinturón de seguridad me hacen pensar que para ellos el control es también la solución a los problemas de la libertad.
Esto me lleva entonces a afirmar que lo que descansa en la base de nuestros miedos es sencillamente el libre albedrío. Por eso me remito más bien a Dostoievsky y considero que la sociedad del hipercontrol no resulta de una clase dominante solamente, sino esencialmente de una humanidad incapaz de vivir sin amos. La dificultad –en términos de Estanislao Zuleta- de ser libres es tan honda, que el aprisionamiento de las cadenas figura como un gran alivio. Por eso nosotros, doscientos años después seguimos diciendo: “Viva el rey. Abajo el mal gobierno”.